domingo, 25 de marzo de 2007

EL GUSTO

…porque nada hay más absurdo e inadecuado que recurrir a otros para lo que depende del gusto de cada cual: «Señor ―bromea Stendhal a propósito del conformismo francés― ¿tendría la amabilidad de decirme si me gusta?».

Gérard Genette
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En esa relación que el hombre tiene con la naturaleza, a la cual transforma para satisfacer sus necesidades, ha ido creando eso que se ha denominado como Cultura; el ser humano es un ser cultural y no natural, ya que ha modificado de tal modo el mundo que se ha construido en torno a sí una realidad artificial que se caracteriza, sobre todo, por la continua creación de necesidades. Esas necesidades son individuales, pero se satisfacen de manera social e instrumental. Las necesidades abarcan desde las elementales y que involucran la estructura material, hasta aquellas que sin ningún temor denominamos espirituales y que se satisfacen en los ámbitos de la supraestructura ideológica. Precisamente, la cultura (entendida con ese tufillo arribista como la actividad de la cual surgen las grandes creaciones del ser humano) y concretamente el arte responden a la necesidad espiritual más ingente: la de la re-creación. ¿Por qué el arte? Porque el arte satisface nuestros sentidos, nuestros sentimientos. Pero necesitamos una herramienta que nos permita discernir esa necesidad y esa satisfacción; esa herramienta es el GUSTO.
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Ya desde el siglo XVIII los grandes tratadistas introdujeron el tema. Desde Alexander Baumgarten, pasando por David Hume y Denis Diderot, hasta Emanuel Kant, se estableció que el GUSTO es la herramienta estética por excelencia que nos permite acercarnos a las creaciones que en diversos géneros expresivos ha desarrollado el ser humano. Pero a raíz del siglo XIX se ha desarrollado un fenómeno biforme que ha incidido directamente el la creación y adiestramiento de los GUSTOS. En primer lugar podemos hablar del continuo divorcio entre el artista ―sujeto éste entendido como ese creador de las grandes manifestaciones artísticas avaladas por una tradición sancionada por la Historia del Arte― y el público consumidor; y en segundo lugar y estrechamente relacionado, la creación de parámetros “estéticos” desde el mercado, que hoy se arroga el papel de creador de necesidades dirigidas a un gusto también pautado por el capitalismo. Efectivamente, el surgimiento de eso que llaman gusto popular no es sino el constructo de un mercado que ha sustituido al creador (ahora encerrado en espacios de difícil apertura institucional, salvo los que ya son “consagrados”), por el entretenedor, creador, sí, pero de pautas conductuales que por su estulticia y superficialidad hacen palidecer de vergüenza al perro de Pavlov.
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Sin embargo, tengo que dejar clara una situación y que hago del conocimiento de mi amigo lector: la belleza, esa entelequia platónica pero perfectamente delineada por el Filósofo, NO EXISTE. Lo que existe es un conjunto de parámetros personales ―en este caso, para la cultura occidental, los de Aristóteles― objetivados en determinados fenómenos o cosas a las que hemos denominado bellas. En este sentido, si no existe lo bello por sí mismo, tampoco existe un parámetro de excelencia de lo que debe ser el GUSTO. Me explico: no por escuchar a Beethoven mi gusto es superior al que goza con un tema de La Arrolladora Banda El Limón, en lo absoluto. Son nuestros criterios los que imponemos a las cosas que nos gustan o que no nos gustan, nada más. Ahora bien, existen algunas particularidades que hacen posiblemente más rico el fenómeno estético ―es decir, el juicio de apreciar lo que se considera bello o agradable― y que tienen que ver con una conexión entre la razón y el sentimiento: tal es el caso del Jazz, por ejemplo, género musical en el que los coleccionistas disfrutan tanto la música como todos los acontecimientos que rodean a la mera interpretación; sucede lo mismo, valga lo dicho, para toda manifestación artística.
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En términos generales, un proceso educativo puede ayudar a ampliar la experiencia estética. Pero existan o no estos fenómenos laterales, el juicio estético, el decir con todas sus palabras “me gusta” o “no me gusta”, es eminentemente subjetivo y personal, pero no solipsista (no se me malinterprete), puesto que queramos o no, somos seres sociales y la sociedad nos impone ciertas pautas, y mucho más cuando vivimos en una sociedad de consumo donde el mercado se ha erigido en el supremo juez de los gustos.
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Podríamos discutir sobre las consideraciones prejuiciosas sobre los que consumen tales o cuáles productos, pero eso ya es otro tema que abordaremos cuando, en nuestra próxima colaboración, hablemos de ese ente parecido a una cucaracha ideológica: el crítico.