domingo, 22 de abril de 2007

El crítico


El sistema semántico y retórico del lenguaje de los críticos adopta cada vez más la forma de un lenguaje poético. Con dos resultados: por una parte, produce una asimilación entre crítica y arte que incide en la formación de la «leyenda del crítico», por otra, efectúa una operación sociolingüística que consiste en delimitar el discurso crítico como discurso de élite, culto y críptico.

Omar Calabrese
Cómo se lee una obra de arte (2001)

(EN LA FOTO: JORGE CUESTA)
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En la colaboración pasada terminé con un exabrupto poco elegante, al llamar a los críticos “cucarachas ideológicas”. Lo desacertado del adjetivo me hizo reflexionar sobre el papel de los críticos, esos seres que se creen como tocados por la divinidad y en calidad tal, hablan y escriben en lenguajes que ni siquiera Umberto Eco podría comprender. Efectivamente existen esos seres, pero sería injusto hacer una generalización tal que desacreditaramos a todos los que han realizado una labor crítica dentro de la esfera de la cultura y el arte. Tenemos excelentes ejemplos de grandes hombres que se dedicaron a la crítica, tales como Denis Diderot, Jacob Burckhardt o, en el caso de nuestro México, la figura insigne del gran Jorge Cuesta, mascarón de proa de esa brillante generación de Los Contemporáneos. Cuesta ejerció la crítica literaria y artística en un páramo intelectual, creado por el vacío generado por la revolución mexicana. Los intelectuales que se gestaron a partir del conflicto armado fueron cobijados por esa cultura nacionalista tan promovida por Vasconcelos desde su trinchera de la Secretaría de Educación Pública. Y crearon una cultura oficialista, con tintes de izquierda pero que servían de tapia para escondeer ese carácter más caudillista de los primeros gobiernos revolucionarios. Cuando Los Contemporáneos aparecieron, causaron ronchas a esos nacionalistas rojos y de cortísimas miras. ¿Tradición literaria? Sólo alguna proveniente de los cuentos revolucionarios y recuerdos de fulgores romántico-liberales. Cuando Cuesta se plantó en el medio intelectual mexicano, brilló con luz propia porque el inició, como lo dice con toda claridad Christopher Domínguez en su brillante prólogo al volumen II de las Obras reunidas del cordobés, el camino por el que transitarán personalidades como el mismo Octavio Paz, Tomás Segovia u Oscar Wong, por mencionar a algunos conspicuos.

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¿Qué es hacer crítica? Los grandes hermenéutas han explicado, de forma breve, que es el poner en crisis los fundamentos de cualquier conocimiento, sistema o aparato estético dado. Cuesta fue el primero en escribir cosas como esta: “Si Clearco Meonio es el académico que se desliza hacia las playas románticas, Manuel José Othón es el hombre que, inversamente, sube hacia un ideal más riguroso que la complicidad de la naturaleza. Manuel José Othón es el poéticamente decepcionado del paisaje, y, como es natural, del paisaje americano”. O esta otra: “El carácter peculiar de las obras de Orozco reside en que revelan el proceso interior de su elaboración como si estuvieran desnudas, enemigas de protegerse con las tinieblas y de abrigarse con la falsedad”. Nos podríamos detener en los comentarios de Cuesta sobre la vida cultural del país en los años 30, pero no es el objeto de Technikunst. Lo que sí podemos hacer es invitar al amigo lector a acercarse a la obra de uno de los grandes intelectuales de la historia mexicana. Críticos como Cuesta ¿qué tanto cuesta?

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Bromas aparte, creo que ese personaje, “el crítico”, se convirtió en una especie de oráculo y balanza para definir qué es lo mejor y lo peor en cualquier género artístico, comprendiendo dentro de este gigantesco espacio, por ejemplo, la llamada música “pop” (creemos apócope de “popular”) etiqueta que abarca dentro de sí desde el jazz de Nueva Orleáns, hasta Britney Spears o RBD (¡Dios guarde la hora!). En este ámbito sí que el papel de crítico ha sido ocupado por leguleyos afásicos quienes se arrogan el derecho de decidir, desde su muy discutible y pacato “gusto”, sobre las preferencias de los infortunados que creen en ellos. Tal es el caso de un librajo, un mamotreto deleznable que se llama (creo) 1001 discos que tienes que escuchar antes de morir, ladrillo confeccionado con “sesudas” opiniones de un montón de imbéciles que se creen predestinados a elevar sus juicios a categorías aristotélicas. Y este caso lo podemos extender a la totalidad de revistas que se dedican a difundir el rock y géneros paralelos. Pero lo peor son quienes les creen a estos individuos, quienes hacen ver al perro de Pavlov como un eminente doctor en letras. ¿Por qué les creemos y les damos crédito a esta runfla de panfleterillos? Pues porque carecemos, como consumidores de productos artísticos (y ni modo, sí lo son…), de juicios derivados de una educación. Ya decíamos en nuestra colaboración anterior que en cuestión de juicios de gusto cualquiera es válido, pero podemos agregar que una educación adecuada nos haría más sensibles a un Edgar Allan Poe, que al libro vaquero. Existen críticos que sirven de conciencia a consumidores que carecen de juicios propios, y, además, no leemos a los que en verdad nos pueden proveer de luz. Así es la cosa.