domingo, 27 de mayo de 2007

RETAZOS



He apelado a los dioses penates; he hecho autosacrificios tan feroces como los mesoamericanos; me he rapado y le he ido al América, para ver si las musas eran generosas con este espíritu estragado por la estulticia, pero no hallé sosiego. La mano, perezosa, se negaba a seguir cualquier orden del cerebro, que por otra parte, mísero y pazguato por sí, no hilaba con orden y concierto. He ahí que tuve que generar estas infames líneas, con el propósito de arrancar una compasiva sonrisa a mis seguidores, y heme aquí, postrado ante el dios lector (que Dios le de larga vida) para recibir tan siquiera, las migajas de su comprensión. Salud!


I

Robert Bernard Altman (Kansas City, Missouri, 20 de febrero de 1925 - Los Ángeles, 20 de noviembre de 2006), fue un director de cine que realizó una gran cantidad de películas, entre las cuales las más famosas son: MASH y Gosford Park. Hoy nos ocupa un filme realizado en 1996, que lleva por título Kansas City. Es una recreación, mediante una historia deleznable y bizarra, de la vida de gansterismo político, mafias y jazz, en esta ciudad y puerto donde confluyen el Kansas y el Missouri. Si se recuerda el capítulo 8 del Ken Burns’s Jazz (esa maravillosa serie basada en los más comunes clichés) se habla de Kansas City como de una ciudad animosa aún en la época de la depresión de la economía estadounidense, en los años 30. Es en esa ciudad donde se construirá un sólido swing basado en el blues de 12 compases. Pues bien, Altman construye su narración fílmica precisamente tomando el contexto del jazz. La historia es muy simple: un tipo de poca monta le roba un dinero a un gánster negro de poca monta, el cual lo secuestra para darle una muerte de poca monta mientras la noviecita de poca monta (del tipo de poca monta) secuestra a una mujer drogadicta, esposa de un politiquillo de poca monta. Resultado: el tipo y su noviecilla reciben una muerte de poca monta, mientras la mujer drogadicta y el gánster negro siguen con sus vidas de poca monta. El filme resultaría infumable si no fuera porque Altman AMABA el jazz. Y si hizo la película fue también para hacer del supuesto contexto EL TEXTO de su historia. La música y la calidad de cada uno de los músicos invitados (cuyas colaboraciones se recogen en uno de los mejores soundtracks de todos lo tiempos) son de nivel mítico. Robert Altman, director oficioso y eficiente narrador, creo yo, se dio cuenta de la debilidad del argumento y no le importó. Su homenaje a Count Basie, Bennie Moten, Mary Lou Williams, Lester Young, Coleman Hawkins, Walter Page y Ben Webster debió de haberle bastado. Hoy la película es de culto, desde luego, porque semejante homenaje nada ni nadie lo podrán igualar. Y desde luego, no seamos injustos, tiene escenas contundentes, como la del final, donde el gánster negro Seldom Seen (interpretado por Harry Belafonte) está contando dinero a altas horas de la madrugada, mientras que unos cuantos músicos cierran la última jam session: son Christian McBride y Ron Carter en un duelo de bajos acompañados por Don Byron en el clarinete, más Cyrus Chesnut en en piano y el constante Victor Lewis en la batería. El tema que interpretan en esa ocasión es “Solitude” de Duke Ellington. La escena es maravillosa, y vale por toda la película.


II


Trivia: ¿Cuál es la capital del estado de Kansas?

III


Abundando en un tema de nuestra colaboración pasada, ¿cuál es el secreto del rock? Desde que se inició este genero musical (allá por los años 50) ha conservado su forma básica y con la condición sine qua non, de ser música que representa, que consume y que ejecuta la juventud (¡órale!). Es una manifestación que ha enriquecido a más de una compañía discográfica. El rock representa ni más ni menos que la gallina de los huevos de oro (que no se debe confundir con el Gallus aureorum ouorum de Monterroso). Estas etiquetitas elevadas a nivel de categoremas son en el fondo una estupidez, tales como “moda retro”, “neogótico”, “deathmetal” “emo” (vaya imbecilidad) y otras verdaderamente inaguantables que, eso sí, tienen sus legiones de expertos, quienes se pueden dar en la madre por defender a sujetos que no tienen la más pajolera idea de la vida de sus fans (ni les interesa, claro. Esto también es cierto para el futbol). A mí siempre me ha gustado el rock, y creo que si quiero seguir siendo joven (aún siendo un viejo ridículo como lo soy) me seguirá gustando, pero ya me hartó el ser objeto de un mercado frío e indiferente, que le importa un comino el gusto, sino que más bien pretende controlarlo. Prefiero un millón de veces adquirir libros que discos, así de sencillo.


IV


Hasta mejores tiempos, amigos, a ver si el cerebelo se me ilumina; en tanto, apelamos a su siempre generosa benevolencia.

domingo, 6 de mayo de 2007

ESTE POSMODERNISMO NUESTRO DE CADA DÍA ( Apuntes Oligofrénicos)


Hace ya mucho tiempo —y a raíz de pláticas que sostuve con mis amigos Jonatan Gamboa y Sergio Serrano en las cuales saltaban a la palestra varios y sabrosos temas— me ronda en la cabeza esta palabra de “posmodernismo” que, según recuerdo, decíamos que no era propiamente un concepto de análisis sino más bien una etiqueta que servía para englobar dispersos fenómenos culturales del mundo contemporáneo. Hoy esa mi antigua opinión la he puesto en epogé sobre todo porque me han saltado ciertos acontecimientos que me parecen definidores tanto de una actitud “antimoderna” como de una conducta “posmoderna”. Trataré de ser lo más claro posible para que el amigo lector pueda seguir una línea que he tratado de realizar para dar orden a mis caóticos pensamientos.
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1.- Una vez mi esposa, Claudia, me dijo que en esta época ya no hay espacio para la nostalgia. Tiene toda la razón. Este capitalismo en el que vivimos ha convertido todo en mercancía, y desde luego los productos artísticos entran en esa transformación. Y se han convertido en objetos de producción masiva y en serie. Pero los objetos siguen conservando un cierto estatus de “fetiche”, dado que son reproducciones de obras de arte. He ahí el fenómeno: un disco que contenga “La ofrenda musical” de Johann Sebastian Bach se aprecia más que, por ejemplo, un disco de Maná, porque: a) La fama del compositor y de la obra misma están abalados por la tradición de la Historia; b) porque los intérpretes necesitan y exhiben una profunda preparación técnica (“son músicos de verdad”); c) porque la música barroca es arte. Los tres argumentos son deleznables por sí mismos, ya que si bien un músico que interprete a Bach recibe por eso su aureola de artista, también es cierto que muchísima gente vive sin conocer estos “criterios” y es perfectamente feliz escuchando a Maná o a los Tucanes de Tijuana (tengamos en cuenta que hay óperas con letras verdaderamente estúpidas y canciones pop rebosantes de poesía). Pero lo interesante es eso, precisamente, que podemos escuchar perfectamente y al mismo tiempo a Bach que a Maná, lo mismo que se puede tener la reproducción de una pintura del Bosco, de Goya, de Orozco o de un tapiz huichol, o en la biblioteca pueden compartir el estante Julio Cortázar y Carlos Cuauhtemoc Sánchez o Paolo Coelho (¡Dios nos asista!).
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El presente es un dique en el que se contiene absolutamente toda tradición cultural de la humanidad por la reproducibilidad. Ahora podemos quedarnos en casa tranquilamente y en una fiesta poner los tangos de Gardel, la trompeta primigenia de King Oliver, “El rey Esteban” de Beethoven, o ver un video de la Tigresa de Oriente. Me explico: en épocas anteriores los contemporáneos de cada época eran felices dentro de los parámetros estéticos creados por esa sociedad, no tenían que recurrir a nostálgicas interpretaciones del pasado. Alejo Carpentier, en su muy notable “Concierto barroco” hace decir tanto a Vivaldi como a Haendel (y en contra de Stravinsky), que ellos eran más modernos que el compositor ruso porque no tenían que escribir música como escribían los antiguos. Y no puedo resistir la tentación de citar a Christopher Small, auntor de “Música. Sociedad. Educación”: Una obra de arte tiene su momento de gloria mayor en el momento de su creación, independientemente de que su propia época se la reconozca o no; sirve a su tiempo quizá durante muchas generaciones y, amorosamente, se le ha de permitir que muera”. Dice Small que es condición sine qua non el hecho de que las obras de arte perezcan, como también termina la vida, porque el fin supone también una regeneración tanto de vivientes como de procesos creativos.
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Esta opinión, durísima, va en contra de esa predisposición nuestra a la inmortalidad, tanto nuestra como la de los grandes genios, y esa esperanza de no morir jamás se alimenta gracias a la reproducibilidad del capitalismo. Estos problemas de la reproducibilidad de la obra de arte habían sido tratados con cierta preocupación por personalidades como Theodor Adorno y Walter Benjamin, entre otros. Sus conclusiones iban por el camino de desmitificar a la obra de arte como espécimen único y mistérico. Hoy día podemos tener tranquilamente en casa una colección de libros con las más ilustres pinturas, edificios y esculturas al alcance de la mano. Ya no tengo por qué ir al Louvre. Y puedo tener toda la colección de los Tigres del Norte: el único problema que hay que resolver es el del espacio: dónde voy a meter tantos trebejos artísticos. Pero ahí están, a la mano para mostrarlos y gozarlos en el momento oportuno: cuando la añoranza nos asalta, ahí está la grabación de las Abuelas Mendoza que llenará el vacío creado por una nostalgia que no se deja madurar: ¡Hasta “Remi” ya está en DVD!
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2.- Dice Umberto Eco que un concepto (un signo) recibe su significado cuando éste ha sido determinado como una convención por una sociedad: es una creación cultural. La palabra “posmodernismo” fue un concepto que varios filósofos y artistas han empleado para hacer una necesaria referencia a la “modernidad”. Hasta ahora, y desde que se popularizó por Lyotard, la palabra sirve para significar: a) la vacuidad de la vida, sobre todo de la juventud (o juventudes, me gusta más) y sus tendencias hacia el placer (sobre todo pero no únicamente, el erótico); b) la falta de espiritualidad y la excesiva materialidad de la sociedad occidental contemporánea; c) la incredulidad en esos viejos valores de la ciencia y el progreso como reconocidas vías para llegar a la felicidad; d) en fin, el hartazgo de la sociedad occidental contemporánea hacia sus propios valores y por tanto, el fijarnos en tradiciones culturales más primitivas, “exóticas”, más espirituales y por tanto, más valederas. Fijémonos bien que no se trata de un concepto polisémico: más bien, siguiendo a Eco, no se ha fijado (incluso en plural) su significado de forma social. Es más, ni se ha convertido en un paradigma alla Kuhn. Pero dado que efectivamente vivimos en una época que NO es la modernidad dado que todos los devenires y todas las tradiciones se han estancado en nuestro presente, eso que vivimos tan caótico puede ser la posmodernidad.
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3.- ¿Cuándo surge el posmodernismo? Todo depende de lo que se diga qué es. Dentro de la filosofía, la derrota de la filosofía racionalista ilustrada dará pie al romanticismo, y esa consideración —como hace notar el recientemente fallecido Wolfgang Iser— del descubrir la verdad y percibirla fue sustituida por lo que brillantemente Friedrich Daniel Ernst Schleiermacher estableció como la Hermenéutica: ahora se trata del comprender.
Comprender es acercarnos sin aprehender de forma total la realidad social. La razón como manifestación de la naturaleza dio paso a la comprensión individual de la realidad. Ahí se inició el posmodernimso. Esa nuestra hermeneuticidad, característica ontológica del ser humano, puede servirnos de indicio para guiarnos para la comprensión de la parte filosófica la materia que nos ocupa.
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Creo que el concepto, así como categorema, todavía es débil semánticamente hablando, pero existe, y si no es un concepto de análisis, proponemos convertirlo en tal. Y si no, pos no. Mi cerebro no da para más.